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CIRCULANTE

Museo de los Metales, exhibición paralela en la VI Bienal de Cuenca, noviembre, 1998
Fascinación, vértigo, es algo que Patricio Palomeque parece experimentar ante el dinero, como objeto y como símbolo. Si un pintor para serlo de veras requiere haber desarrollado lo que Merleau-Ponty llama “una teoría mágica del color”, esta puesta en escena de una visión, de una idea, que de un tiempo a esta parte conocemos como “instalación”, reclama a su vez un concepto o una leyenda. La leyenda elaborada por Palomeque cuenta que este cúmulo de billetes tan flamantemente envejecidos, muertos sin mácula, sacados de circulación por disposición del sistema financiero, fueron el botín del asalto de un banco perpetrado por el autor hace cerca de veinte años. El banco, que nunca pierde, habría alertado sobre los números de las series sustraídas y estos billetes habrían quedado automáticamente neutralizados, desvalorizados; millonaria e inservible reliquia con la que conviviría el artista.
Botes saturados de billetes, billetes adheridos al piso, una frase inscrita en el muro y en el envés de otros billetes que dice: “La huella de la palma de la mano”, y una imagen en video –dentro de una carpa de camping–, donde otra mano –la de la cajera de un banco–, cuenta billetes ad infinitum –como una penitente–, son los elementos que conforman Circulante. Con ellos, Palomeque busca llamar nuestra atención sobre la dimensión maléfica que con la explosión de los grupos financieros y la infinidad de estrategias bancarias para captar capitales, ha alcanzado el dinero entre nosotros. La moneda y su doble de papel, devenidos en fatídico fetiche que marca nuestras relaciones cotidianas, como nuestra segunda seña de identidad, nuestro cambiante registro digital.
Con esta alegoría, el artista comenta sobre nuestros niveles de dependencia –digamos incluso adicción– al dinero y, claro está, al emplear especies monetarias fuera de circulación, consigue ilustrar los agudos procesos de inflación y deterioro que ha sufrido nuestra economía.
Pero acaso también Palomeque aspire en este espacio fragmentado, en este mosaico de billetes, a reconstruir su leyenda, a recontárnosla visualmente. Pues etimológicamente “contar”, como bien saben todos los narradores, esconde los verbos: computar, contabilizar.
Artista circulante y circular, la fascinación y el vértigo de Palomeque ante el emblema y el objeto dinero no es coyuntural. Entre sus más apreciados artefactos plásticos está un cuadernillo titulado De limosnas, en el que sobre un paquete de billetes de cinco sucres ha yuxtapuesto, con gran ingenio y sagacidad visual, imágenes de santos tomadas de la estampería hagiográfica y religiosa.
Aquí está Palomeque, en uno de sus mejores momentos: haciendo converger sentidos, espacios, tiempos, personajes, con encomiable eficacia plástica y coherencia estética. Dramatis personae que pasa por un devocionario, por el álbum de un numismático.
Aquí estamos tú y yo, Patricio, sin un solo peso, sin un solo chelín, rupia, rublo o sucre. Vos y yo solos, desolados, como tantas horas de estos días en las que hemos orillado las calles; circulando sin circulante, indiferentes a la pobreza, convencidos de que el dinero apenas es un medio para escaparnos a las trampas del tedio; para intentar huir de lo que más nos aqueja: las extrañas afecciones y contradicciones del corazón, el centro de nuestro sistema circulatorio, ese músculo que acaso no sea otra cosa que un pedazo de papel corrugado, tan manoseado, pero no susceptible de manipulación como el papel moneda que hoy nos entregas a puñados, como un gesto generoso e inteligente de desprendimiento.

TAPETE

Papel moneda, lona y video, 250 x 185 cm, 2005
SIEMPRE TE DIRE QUE SI, MADERA

Plástico, ventilador, 120 x 60 x 30 cm, 1998
NUESTRO PODER

Metal: oro
Ley: 21 quilates
Forma: circular
Borde: estriado
Diámetro: 24mm
Peso: 8,6 g.
UN MISMO ELEMENTO

Piedra, acrílico y audio, 1997
Cuenca, 21 de enero de 1998
Querido Patricio:
Ahora mismo que me siento desterrado de todo –quizá porque el corazón suele exagerar y extremar sus dolencias; aún más que el cuerpo–, me pides que escriba sobre el sentido de adoquinar las salas de un lugar dedicado a exhibir cuadros, esculturas, y alguna vez, ese género de variada invención que llamamos “instalaciones”.
Me cuentas que sobre los adoquines se pintarán ojos, y que el fondo –digamos en off– se oirá latir un corazón, o –para ser más exactos–, la grabación de ese ruido, sonido o furia, tan oído y tan poco escuchado, como esa canción cuyo ritmo sabemos de memoria y cuya letra ignoramos, porque nunca le prestamos ninguna atención.
Testigos ciegos –aunque no sordos ni mudos– de nuestros pasos, de nuestros traspiés, de nuestras prisas impunes, quizá sobre los adoquines del centro histórico –que guardan en su memoria el tráfago de la ciudad–, no habría que pintar ojos, sino orejas y bocas, porque saben escuchar y replicar –con sus tímpanos y fauces de piedra– el chirrido de los autos, el eco de los tacones distantes, o –una vez que han pasado por nuestro lado; que en las noches, desde nuestra habitación, los hemos escuchado aproximarse, y casi sin transición, alejarse– irreversiblemente lejanos.
Pero acaso vos tengas razón al atribuirles ojos, porque las calles de una ciudad nunca duermen o, como Argos, nunca duermen con todos sus ojos. En nuestra misma vereda, o desde la acera de enfrente, siempre hay alguien que nos mira y nos quema –porque la mirada de los otros es el infierno o la vislumbre del paraíso–; siempre hay alguien que se acerca y nos incendia, y otro que huye y nos mata sólo por habernos visto, sólo porque lo hemos visto.
Vos y yo hemos enrumbado –y a veces rumbeado– por esas venteadas calles, y fuimos pasado. Ahora, como si se tratara de un rompecabezas, los albañiles las han desarmado para que vos y tus doce discípulos de la Escuela –en su apostolado de las artes–, las vuelvan a ordenar a su modo. Así, la calle, es decir la ciudad y sus habitantes, se internarán en el Salón –sin interrumpir su viaje, ni extraviar su camino–, como si ingresaran en un nuevo pasaje. Un pasaje hecho con las viejas piedras de cada día, pero que desviadas de su curso habitual, parecerán diferentes, incluso nuevas. Qué manera de revisitar el pasado de la ciudad y de entrever su futuro. Qué manera de invitar a la gente a penetrar en las cavernas de sus recuerdos, donde resuenan distintos pasos.
Crear zonas de sugestión, dar con el misterio de las cosas y las personas, restituirles esa aura, encontrar su ritmo secreto y la fuerza que las mueve, me siguen pareciendo los principios del arte. Esta vez nadie verá nada, pero quizá, quienes recorran este pasadizo alcancen a escuchar su latido más íntimo, esa percusión alegre o agónica, esa música bulliciosa o sigilosa que llevamos dentro.
Te abraza,
Cristóbal Zapata

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