
EL AHOGADO (CÉSAR DÁVILA ANDRADE)
Nada Salir en la noche, pálida ya de aurora, y elegirse entre los ahogados más humildes en el Señor.
C. D. A.
Yo fui el que cayó una mañana
en el desaguadero público
y conoció el aroma animal de los hombres.
El que tragó por todos
-los ortodoxos, los bienpensantes y los cuerdos-
la mierda y los efluvios,
el que trajo para ellos
las sombrías noticias del subsuelo.
Con el tiempo supe
que ese sería yo:
un sobreviviente,
un sobremuriente.
¿No es eso un poeta,
quien absorbe a la luz del día
la miasma
y el bajo vientre de la ciudad?
Fuera de los pordioseros que se recogen
bajo el puente
y de algunos noctámbulos que bordean las orillas
nadie me ve.
Soy esa cabeza de bronce
que reluce en la superficie del río
iluminada por la luna capicúa
o los mortecinos focos del alumbrado municipal
-como un Centinela de la Noche Antigua- .
En el verano me alimento de tallos y hojas secas,
en el invierno de los banquetes reales
que traen las crecidas.
Una cabeza a punto de ahogarse o salvarse.
Es difícil saberlo, hasta de muerto.